Hace unos días llegó mi marido a casa y me dijo «¿habéis estado jugando fuera verdad? Es que me han dicho los vecinos que se oía mucho jaleo».

Vivimos en un pueblo, en una casa con un jardín lo bastante amplio como para no molestar a ningún vecino, pero quizás  los espacios se han vaciado tanto de risas de críos que la gente se extraña de oír a tres reír en una tarde cualquiera, reírse de esa manera que sólo se ríen los niños, a lo bruto, hasta doler la barriga.

Tres niños detrás de una pelota, saltando en la cama elástica, inventado historias o jugando con palos…

 

Por las mañanas nos pasa un poco igual y mientras esperamos al autobús jugamos al zapatito inglés, a las películas, al ahorcado, al pilla pilla y vemos como nos miran desde los coches, desde los otros buses y también los que pasean temprano su colesterol, así que debemos de ser todo un espectáculo a las 8:00 am con nuestras canciones inventadas, nuestros peinados de último minuto y nuestras adivinanzas.

Cuando llego con los tres al súper o a una cafetería, las caras van del asombro a la suspicacia pasando por el miedo, pero nosotros a lo nuestro; mis hijos nunca han sido demasiado saltimbanquis, no se suben a las estanterías del detergente ni zapatean encima de una mesa, pero hablan, hablan y se ríen. Hablan mucho de hecho, tanto, que incluso yo algunas veces en casa le he ido a  bajar el volumen a la tele y son ellos hablando, a veces la tele está hasta apagada pero son tres cotorras con un chorro de voz entre alto y muy alto, y claro, se nos oye. Yo tampoco sé estar callada y menos cuando estoy con ellos, a veces les pido que bajen el volumen, pero dura justo las tres siguientes palabras luego ya vuelven a subir los decibelios.

Para que os hagáis una idea de lo que hablan, los sábados por la mañana vamos a la piscina, ellos van a su clase, y yo me concedo mis 45 minutos zen de la semana: primero unos largos rapiditos que después  me espera un poquito de spa y sauna, es mi momento, pues bien este sábado los oía cotorrear aún estando debajo  del chorro de cisne, largo va, largo viene y bla bla bla,  ahora salto, ahora buceo y bla bla bla…Van a clase con otro grupito de 6 u 8 niños y sólo se les oye a ellos, qué se le va a hacer.

Tengo la sensación de que cada vez la niñez es más corta y más aburrida, que los niños y su jaleo molestan allá donde van, como si la gente tuviera miedo de contagiarse de esa alegría y no saber qué hacer con ella después; hace unos días escuchaba que las familias parecen «agencias de viajes los fines de semana» con mil cosas que hacer, actividades, planes y horarios todos los días, y a veces sólo con estar es suficiente…con estar de veras, atentos a lo que nos cuentan, dejándonos recorrer por el espíritu bobo que te lleva a intentar hacer el pino puente a los taitantos o acompañar a tu hija a su clase de kárate creyendo que te ibas a librar de unas agujetas, mirando fotos de cuando mamá «aún no tenía gafas», dejándote pintar las uñas hasta la muñeca, jugando a palabras encadenadas tirados en el sofá, buscando bichos por el jardín o viniéndote arriba y haciendo un fuerte en el salón con dos mantas, tres sillas y un par de linternas.

niños escondidos

 

Estar…dejarlos ser…escuchar sus risas, pero escucharlas, no oírlas de fondo, sino deteniéndote en esa inocencia, en esas chorradas que las disparan, en esas frases absurdas que las provocan, en las ganas con las que  te piden «más» mientras les haces cosquillas con los ojos cerrados y el alma llena. Si tan sólo se pudiera capturar ese sonido, si pudiésemos rescatarlo en nuestra cabeza cada vez que nos invaden las prisas y las preocupaciones y nuestro adulto gruñón de los lunes, si tan sólo…

PD: El cartel de la foto está en la entrada a casa desde la cocina, mi hijo le da la vuelta cada vez que pasa y dice que tenemos que tachar niños y poner padres, y razón no le falta…mañana quizás nos pongamos a ello, de momento es un recordatorio de por qué mi casa es un campo de minas, digo de Legos, de ceras, de restos de comida y zapatos desparejados.