
Ayer tuve un día mierder en mi otro trabajo, un día de esos como en los boleros: que hacen daño, que dan pena y que acabas por llorar; durante horas tuve una desazón encima que no era capaz de sacudirme y llegué a casa arrastrando lágrimas y con ganas de desaparecer un ratito; pero la maternidad no me deja esconderme. Mi pequeña está esta semana de «hija única» así que tenemos mucho tiempo de mirarnos a los ojos y disfrutarnos, nada más entrar por la puerta saltó del colo del padre para venir a darme un abrazo y debió olisquearse que yo estaba triste porque le siguieron varios muy apretaós y unos besazos sonoros, después un rato de teta y otro rato de siesta. Por la noche hablé con los mayores, que también notaron la tristeza y me dieron los mejores consejos.
Cuando pensaba en querer ser madre, cuando me imaginaba rodeada de bebés y críos me imaginaba muchas cosas y tenía los mismos miedos que teníamos supongo todas, miedo a no encontrar mi sitio entre tanto chiquillo, miedo a perder parte de lo que era por ser madre, miedo a dejar de hacer algunas cosas por falta de tiempo o dinero y lo cierto es que la maternidad me ha dado tanto que no me lo esperaba.
En estos ocho años hemos aparcado algunos viajes pero hemos descubierto lugares mágicos en cada libro que compartimos, en cada paseo, en cada parque, hemos ido a menos restaurantes pero os aseguro que he comido más tortillas deconstruidas de lo que jamás hubiera imaginado, hemos cambiado la música en el coche pero hemos cantando mil veces a voz en grito partiéndonos de risa, ya no salimos a bailar porque los bailes ahora son el salón de mi casa con las mejores galas para una fiesta improvisada cualquier día de la semana. Las sesiones de peluquería en el sofá, los manicuras imposibles con pintura de dedos y los mejores relojes pintados a boli en nuestras muñecas. Las clases de idiomas las hemos trocado por nuestro vocabulario inventado, las explicaciones imposibles y las conversaciones de bañera; el tiempo por las tardes lo medimos en el tiempo que pasa entre que se van a la ducha y lo que tardan en salir, los caprichos vienen en forma de «leemos 5 minutos más» «hoy duermo en tu cama» y «quiero que me hagas una trenza de lado».
Cierto que hemos tenido noches toledanas y un cansancio en las pestañas que duele, momentos de agobio entre sábanas vomitadas y almohadas ardiendo de fiebre, botes de antibiótico para tres, tiritas y sana sana, culito de rana, negociaciones dignas de mediadores internacionales para que recogieran los juguetes, dejasen de pelearse o accedieran a vestirse mínimamente para poder salir de casa, he tenido que parar y mirar el mundo desde sus ojos para entenderlo a veces, buscar las palabras para sofocar sus miedos y acompañar sus frustaciones, he tenido que robarle minutos a mi sueño para terminar de planchar, dejar la comida lista del día siguiente, preparar pedidos o continuar formándome, he compartido muchas madrugadas con mi ordenador y cuando he ido a acostarme he tenido que apartar uno, dos o tres cuerpecillos que soñaban en voz alta.
Pero ¿cuántas cosas de las que me quitaban o me siguen quitando el sueño me importan tanto? ¿cuántos disgustos me habían hecho reír? ¿cuántos trabajos nos dejan exhaustas o expuestos a situaciones absurdas o con una salida difícil?
Llegar a casa ayer fue un bálsamo, no traje a mis hijos al mundo para que me secasen las lágrimas, pero lo hacen…
No traje a mis hijos al mundo para que curasen mis heridas…pero lo hacen…